sábado, 13 de febrero de 2010

DOGMES

LAS ESCLAVAS DE LA IGLESIA
(Conferencia dada el 25 de setiembre
de 1904 en la Loggia Stella d'Italia)


Señores:

Agradezco a los miembros de la Loggia Stella d'ltalia
el honor que se dignaron concederme al solicitar
mi colaboración en esta ceremonia, para
conmemorar el asalto de Roma y el derrumbamiento
del solio pontificio. Sin pertenecer a la
Masonería, creo sentirme animado por el espíritu
que inflamó a los antiguos masones en sus
luchas seculares con el altar y el trono; sin haber
nacido en la clásica tierra de Machiavelli y
Dante, me considero compatriota de los buenos
italianosreunidos aquí para celebrar un triunfo de
la Razón y la Libertad.
Sobre la mezquina patria de montes y ríos, existe la
gran patria de los afectos y de las ideas: los
nacidos bajo la misma bandera que nosotros
son nuestros conciudadanos; más nuestros
compatriotas, nuestros amigos, nuestros hermanos,
son los que piensan como nosotros pensamos, los
que aman y aborrecen cuanto nosotros amamos y
aborrecemos.

No consideraré el 20 de setiembre en sus relaciones
con la política europea, con la unificación de
Italia ni con la Masonería; aprovechando la libertad
que se me ha concedido en el uso de la palabra,
disertaré sobre el "Catolicismo y la mujer", para
manifestar que la esclavitud femenina perdura en
el Romanismo, que las mujeres continúan siendo
"esclavas de la Iglesia".

I
Abundan individuos que profesan una teoría muy
original, muy cómoda y muy sencilla, que se resume
en dos líneas: "si los hombres pueden y hasta
deben emanciparse de toda creencia tradicional,
las mujeres necesitan una religión". Y como en las
naciones católicas religión se traduce por Catolicismo,
la teoría quiere decir: para una mitad de la especie
humana la luz del meridiano, las bebidas
químicamente puras y los exquisitos manjares de
Lúculo; para la otra mitad, las tinieblas de
medianoche, las aguas insalubres del pantano y la
indigesta bazofia del convento. Riámonos de la teoría,
declarando al mismo tiempo que nada hay tan
abominable ni tan indigno de un hombre honrado
como figurarse en posesión de la verdad y
reservarla para sí, manteniendo a los demás en el
error.

Sin admitir que las mujeres necesiten una religión,
preguntaremos: ¿el Catolicismo representa la
religión más elevada? Vale tanto para ensalzarle
como la única salvación del alma femenina? Cierto,
Balzac afirmó que una mujer "no era pura ni
candorosa sin haber atravesado el Catolicismo".
Afirmación injuriosa para el mayor número de ellas,
desmentida por los hechos y refutada por otros
cerebros tan poderosos como el de Balzac. )
Ignoramos la elevación moral de las protestantes?
¿No sabemos que en Estados Unidos y las
naciones reformadas de Europa las mujeres brillan
por su ilustración y carácter? ¿No vemos que la
ascensión del alma femenina coincide con el
descenso del Catolicismo?

Aunque no pertenezcamos a ninguna secta
religiosa, tengamos la buena fe de reconoce
que el Protestantismo eleva a los individuos y
engrandece a las naciones, porque evoluciona
con el espíritu moderno, sin ponerse en
contradicción abierta con las verdades científicas.
El Catolicismo, al decretar la fe pasiva,
nos mantiene emparedados en el Dogma, como al
cadáver en un ataúd de plomo; la más intransigente
y absurda de las comuniones protestantes, al
declarar el libre examen, deja una ventana
siempre abierta para evadirse al racionalismo.
Si la ortodoxia católica merece llamarse una
religión de estancamiento y ruina, díganlo
España, Irlanda, Polonia y algunos estados de
Sudamérica.

Mas no comparemos naciones con naciones, sino
familias con familias. Mientras en el hogar de los
pueblos reformados la esposa y los hijos disfrutan
"el amplio derecho de interpretar la ley
divina" y constituyen verdaderas individualidades,
¿qué sucede en el hogar bendito por la Iglesia? ahí
el padre delega en un extraño la dirección moral de
la familia, resignándose a vivir eternamente
deprimido bajo un tutelaje clerical; ahí la madre,
cogida poco a poco en el engranaje del
fanatismo, concluye por entorpecerse y anularse
con las rancias y grotescas ceremonias del culto;
ahí los hijos, obligados a profesar una creencia
que instintivamente rechazan, se ven compelidos
a elegir entre la hipocresía silenciosa y la incesante
lucha doméstica; ahí las hijas, antes de abrir su
corazón a la ternura de un hombre, quedan
moralmente desfloradas en las indecorosas
manipulaciones del confesionario.

En el matrimonio de los buenos creyentes, a más
de la unión corporal del hombre con la mujer,
existe la comunión espiritual de la mujer con el
sacerdote. Si en las naciones protestantes el
"clergma"n se contenta con sólo llamarse el
amigo de la familia, en los pueblos católicos,
en los de origen español, el sacerdote se juzga con
derecho a titularse el amo de la casa: donde mira
una mujer, ahí cree mirar una sierva, una esclava,
un objeto de su exclusiva pertenencia. El se
interpone entre el marido y la mujer para decir
al hombre: "si el cuerpo de la hembra te
pertenece, el alma de la católica pertenece a Dios,
y por consiguiente a mí que soy el representante
de la Divinidad". Basándose en razones tan
sólidas, el ministro del Señor toma el alma de la
mujer... cuando no se apodera también del cuerpo.
Sin embargo, esto lo glorifican muchísimos liberales
y librepensadores al sostener que "las mujeres
necesitan una religión", imitando así el ejemplo
del boticario que elabora una panacea, la vende
como infalible, pero se guarda muy bien de
administrársela a sí mismo.

II

Se repite a manera de axioma que la Religión
Cristiana emancipó a la mujer. Como lo asegura
Louis Ménard, "la emancipación tuvo efecto
mucho antes de que apareciera el Cristianismo.
Al sustituir el matrimonio a la poligamia, el
Helenismo había elevado a la mujer hasta el rango
de madre de familia -ama de casa, según la
expresión de Homero. Diosas reinaban en el
Olimpo, al lado de los Dioses; mujeres, las
Peleadas y las Pitias, anunciaban oráculos divinos
en Dodona y Delfos. Mas el Dios del Cristianismo
encarna en figura de hombre, y el femenino no halla
cabida en la Trinidad".

La emancipación de la mujer, como la libertad
del esclavo, no se debe al Cristianismo, sino a la
Filosofía. En pleno siglo XIX, la esclavitud
reinaba en pueblos cristianos como Sudamérica,
Estados Unidos y Rusia, cuando había
desaparecido ya de naciones que ignoraban el
nombre de jesucristo. )Puede hoy llamarse
emancipada la mujer de los estados oficialmente
católicos? En ellos sufre una esclavitud canónica y
civil. Al estatuir la indisolubilidad del matrimonio,
al condenar las más legítimas de las causas que
justifican la nulidad del vínculo, al no admitir
esa nulidad sino en casos muy reducidos y bajo
condiciones onerosas, tardías y hasta
insuperables, la Iglesia Católica fomenta y
sanciona la esclavitud femenina. Arrebata a la
mujer una de sus pocas armas para sacudir la
tiranía del hombre, aprisionándola eternamente
dentro de un hogar donde se halla en la
obligación de rendir amor, respeto y obediencia
al indigno compañero que sólo merece odio,
desprecio y rebeldía. A la constitución de una
nueva familia dulcificada por la buena fe, la
ternura y la fidelidad, los católicos prefieren
la conservación de un hogar envenenado por
la hipocresía, el desamor y el adulterio.

Veamos el Perú, nación tan católica en sus leyes
y costumbres que merecería llamarse la sucursal de
Roma y el futuro convento de Sudamérica. Aquí
poseemos códigos donde se restringe la
capacidad jurídica de las mujeres, sin
disminuir la responsabilidad en la consumación
de los delitos, no juzgándolas suficientes para
beneficiar de la ley civil, pero declarándolas
merecedoras de las mismas penas establecidas
para los hombres. Al ocuparse del matrimonio,
nuestro "Código Civil" es un Derecho Canónico,
sancionado por el Congreso. Citaremos algunos
artículos inspirados por la más sana ortodoxia.
"El matrimonio legalmente contraído es indisoluble:
acábase sólo por la muerte de alguno de los
cónyuges. Todo lo que se pacte en contrario es
nulo, y se tiene por no puesto. (134)
La impotencia, locura o incapacidad mental que
sobrevenga a uno de los cónyuges, no disuelve el
matrimonio contraído. (168)
La mujer está obligada a habitar con el marido y a
seguirle por donde él tenga por conveniente residir.
(176)
El marido tiene facultad de pedir el depósito de la
mujer que ha abandonado la casa común, y el
juez debe señalar el lugar del depósito. (204")
En cambio:
"La mujer no puede presentarse en juicio sin
autorización del marido. (179)"
Pero nada debería sorprendernos desde que un
artículo de ese mismo Código, al hablar de la
patria potestad, iguala a la mujer casada con
"los menores, los esclavos y los incapaces. (28)"
No se requiere mucho análisis para cerciorarse
de que en todas esas leyes superviven rezagos
de épocas bárbaras, en que la hembra figuraba
como una propiedad del macho.
Aunque la Iglesia venere a María y la glorifique hasta
el grado de tender a ingerirla en la Trinidad para
constituir un misterio de cuatro personas, no
cabe negar el desprecio del Catolicismo a la mujer.
Para muchos hombres de fe y experiencia, el
alma femenina se resume en dos tipos: "Eva o la
perdición del género humano, Dalila o el corazón
enfermo y doce veces impuro". Dudando que los
miembros de un concilio negaran a las mujeres un
alma, debemos recordar que algunos santos padres
no les conceden honestidad, hidalguía ni sentido
común. Parecen invenciones las invectivas que
los sacerdotes han fulminado contra las mujeres. A
tan furibundos misóginos se les tomaría unas
veces por locos, otras por desgraciados que no
tuvieron madre o la tuvieron muy mala. Recordemos
a San jerónimo, que no vivió ni murió como Luis
Gonzaga, y a San Agustín, que empezó de mujeriego
y acabó de obispo. Varones canonizados y tenidos
por golfos de sabiduría, llaman a la mujer "camino de
todas las iniquidades, puerta del infierno, flecha
de Satanás, hija del Demonio, ponzoña del
basilisco, burra mañosa, escorpión siempre listo a
picar, etc".

El menosprecio a la mujer y la creencia en la
superioridad del hombre, han echado tantas
en el ánimo de las gentes amamantadas por la
Iglesia que muchos católicos miran en su esposa,
no un igual sino la primera en la servidumbre, a no
ser una máquina de placeres, un utensilio
doméstico. Semejante creencia en la misión
social de un sexo denuncia el envilecimiento
del otro. La elevación moral de un hombre se
mide por el concepto que se forma de la mujer:
para el ignorante y brutal no pasa de ser una
hembra, para el culto y pensador es un cerebro
y un corazón.

Si el valor moral de los individuos se calcula de
ese modo, el adelanto de las naciones se
estima por la humanidad en las costumbres y la
equidad en las leyes; donde el egoísmo se
atempera más con la abnegación, donde los
desposeídos reivindican más derechos, ahí florece
una civilización más avanzada. No se conoce bien a
un pueblo sin haber estudiado la condición social y
jurídica de la mujer; se necesita ver las
consideraciones que goza en las costumbres, los
derechos de que disfruta en las leyes. En las
naciones protestantes se realiza tan seguramente
la ascensión femenina que ya se prevé la completa
emancipación. Sancionada la igualdad de ambos
sexos, se concibe que algún día la mujer
adquiera el dominio absoluto de su persona y
divida con el hombre la dirección política del mundo.

Todo se concibe, menos que la Iglesia eleve a la
mujer hasta el nivel del hombre, otorgándola el
derecho de familiarizarse con la Divinidad. Al
excluirla del sacerdocio, la considera indigna de
la más elevada función moral: la embustera boca
de la "hembra" no debe enunciar desde el púlpito
la doctrina revelada por un Dios de verdad; las
impuras manos de la "hembra" no merecen consumar
el sacrificio donde se ofrece al Padre celestial la
víctima del cordero inmaculado. ¿Qué reserva el
Catolicismo a la mujer? murmurar las oraciones y
seguir el rito, sin aproximarse al ara ni rozar
siquiera con sus vestidos las gradas del
tabernáculo; arrodillarse en el confesionario,
revelar sus culpas, arrepentirse y demandar
humildemente la absolución del sacerdote. La
"hembra" no interpreta el libro ni discute el Dogma:
obedece y calla (Ménard).

Así, la mujer que ofrece amor a jesús, en tanto que
los hombres le prodigan odio; la mujer que para
escuchar los salvadores preceptos le sigue por
arenales y rocas; la mujer que valerosamente le
confiesa, cuando un apóstol le vende y otro le
repudia; la mujer que en la vía dolorosa le enjuga
el sudor y la sangre, al mismo tiempo que sayones
le escupen y le abofetean; la mujer que en el
suplicio le acompaña y le consuela, mientras los
discípulos le abandonan y hasta el mismo Padre
le desampara, no recibe del sacerdote más
recompensa que el insulto, los anatemas, la
servidumbre doméstica y la degradación moral.

Hoy mismo, hoy que la fe se aleja de los cerebros
fuertes para refugiarse en los espíritus débiles, )quién
retarda la inevitable ruina del Catolicismo? )Quién
brega para construir un dique y detener la incontenible
inundación del escepticismo religioso? )Quién
renuncia con más desprendimiento a glorias del
mundo y placeres del amor, consagrándose al
esposo místico que no tiene labios para besar
sino espina para herir el corazón? )Quién ofrendaría
toda su alma, toda su sangre y toda su vida
porque la sombra de la Cruz se extendiera de polo
a polo, y la figura del sacerdote dominara sobre
las más altas y más poderosas cabezas de la Tierra?
"el escorpión, el basilisco, la hija del demonio, la
burra mañosa".

III

Nadie tanto como la mujer debería rechazar una
religión que la deprime hasta mantenerla en
perdurable infancia o tutela indefinida. Mas no
sucede así: la "irredenta se yergue contra sus
redentores, la víctima bendice el arma y
combate a favor del victimario. Ella no transige
con el librepensador o libertario y rechaza como
enemigo al reformador que viene a salvarla
del oprobio y la desgracia, proclamando la
anulación del vínculo matrimonial no sólo por
mutuo disenso, sino por voluntad de un solo
cónyuge, Ella se pone al lado del sacerdote que
anatematiza las uniones libres, y santifica la
prostitución legal del matrimonio.

Es, señores, que lo más triste de las
iniquidades y los abusos está en la obcecación
y rebajamiento moral de las víctimas: pierden hasta
la conciencia de su lamentable condición, no
abrigan ni el deseo de sacudir el yugo
ignominioso. Los esclavos y los siervos deben su
dignidad de personas al esfuerzo de los espíritus
generosos y abnegados; la mujer católica se
emancipará solamente por la acción enérgica del
hombre. Desgraciadamente, los esfuerzos
tentados para descatolizarla y divorciarla del
sacerdote no produjeron muy fecundos resultados. )
Por qué? por deficiencia de los mismos que
intentaron la descatolización y el divorcio.
Algunos pretenden redimir a la Humanidad sin
haber logrado catequizar a su familia, olvidando que
antes de pronunciar discursos y de escribir libros,
se necesita hablar la más elocuente de las lenguas,
el ejemplo.

)Qué se avanza con libros demoledores y discursos
fulminantes, si mientras los esposos desvanecen
mitos y derriban iglesias, las esposas inoculan en
sus hijos el virus de la Religión Católica? La
madre arrasa con el sentimiento lo que el padre
intenta edificar con la Razón. Las creencias
infundidas por el cariño maternal llegan a un sitio
del alma donde más tarde no alcanzan las
lecciones trasvasadas con el rigor del pedante. La
mujer no sólo nos forma con la carne de su carne y
la sangre de su sangre, no sólo nos nutre a
sus pechos y nos conforta en su regazo, sino
también nos impregna de sus sufrimientos, nos
trasfunde sus ideas, y como el Jehová de la
leyenda bíblica, nos modela a su imagen y
semejanza. Si llevamos el nombre de nuestro
padre, representamos la hechura moral de
nuestra madre. En tanto que los políticos se jactan
de monopolizar la dirección del mundo, las
mujeres guían la marcha de la Humanidad. La fuerza
motriz, el gran propulsor de las sociedades, no
funciona bulliciosamente en la plaza ni en el
club revolucionario: trabaja silenciosamente en el
hogar.

Esto lo comprenden muy bien los "ministros del
Señor", y sonríen maliciosamente cuando sus
enemigos se lanzan a fulminar rayos contra la
Religión, mientras las seráficas matronas corren
a engrosar el "dinero de San Pedro" y
suscribir los manifiestos de la Unión Católica.
Duermen tranquilos, soñando que las grandes
reformas mueren al nacer o duran muy pocos años,
si no logran echar raíces en los corazones
femeninos: contando con la madre, cuentan con
el niño, poseen el hoy y tienen asegurado el
mañana. Dejan, sí, de sonreír los sacerdotes y
sufren amarguísimos desvelos o terroríficas visiones
citando saben que una sola de las innumerables
creyentes se rasga la venda de la Fe y recurre a ver
con la luz de su propia razón. Perder a las mujeres,
¡horrible pesadilla de la Iglesia! El Catolicismo, que
solo se mueve por la irresistible fuerza de impulsión
recibida en otras épocas, gira sobre dos puntos:
la mala fe del hombre y la ignorancia de la mujer.
Cuando falte el polo femenino, )dónde irá el
complicado y vetusto mecanismo de ruedas oxidadas
y ejes desnivelados?

Esto no lo comprenden o fingen no comprenderlo
muchos reformadores, y dejan a sus esposas bajo
la humillante dominación del clero. Para ellos, el
saber y la incredulidad; para ellas, la
ignorancia y el fanatismo. Matrimonios basados en
semejantes principios )merecen llamarse
ayuntamientos de seres racionales? Lo más dulce
de la unión amorosa no reside en el contacto
de dos epidermis ni en la simultaneidad de dos
espasmos: está en la vibración unísona de dos
corazones, en el vuelo armonioso de dos
inteligencias hacia la verdad y el bien. Los animales
se unen momentáneamente, los dos sexos
humanos deben aliarse para engrandecerse y
perfeccionarse.

No se arguya que soñamos al enunciar la posible
asimilación de las mujeres a los hombres;
confiésese más bien la incuria o la necedad del
marido al no saber aprovechar de su fuerza.
En las batallas por la idea no se conoce auxiliar
más poderoso que el amor. Como la mujer amante
quiere ser dominada y poseída, el hombre amado
adquiere una irresistible fuerza de absorción:
puede reinar con la ternura y la verdad, en
oposición al sacerdote que domina por el miedo y
el error. Así, pues, el marido que en algunos años
de vida estrecha con la esposa no logró
convertirla, dominarla ni absorberla en corazón y
cerebro, poseyó el incentivo carnal para seducir y
fascinar a la hembra, no tuvo la elevación varonil para
levantar y redimir a la mujer.

Compadezcamos a los "infelices" que se manifiestan
hombres para engendrar, no para ejercer funciones
viriles de un orden superior. Al dejar que sus
hogares se envilezcan y se fanaticen, ellos son
las primeras víctimas, tan merecedoras de lástima
como del ridículo. El fanatismo no produce menos
estragos que el éter, la morfina, el alcohol, o el opio:
al adueñarse de una mujer, la deprime intelectual
y moralmente, la despoja de todas las seducciones
femeninas, la transforma en ese algo asexual o
neutro que se llama una devota. El marido que en
los primeros días del matrimonio entregó al
sacerdote una esposa amable y agraciada, recibe
a los pocos años una rezadora de virtud angulosa
y astringente, una altarera sin higiene en el cuerpo ni
ternura en el alma, una ogresa mística y santa que
vive oponiendo a todo impulso racional un
inamovible murallón de ignorancia y terquedad.
Cuando ya no tiene remedio, los fanatizadores de
su hogar se convencen de que amando mucho a
Dios, las mujeres concluyen por hacerse aborrecer
de los hombres.

IV

Deseo precisar y condensar algunas ideas, a
riesgo de incurrir en monótonas repeticiones y
cansar a las personas que se dignan escucharme.

En toda época y en todos los países la mujer fue
víctima y arma del sacerdocio. Cuando el orgullo
masculino intentó sacudir la opresión sacerdotal,
intervino la voluptuosidad femenina para
desvigorizar al hombre, adormecerle y remacharle
la cadena. Eso lo palpamos hoy mismo, no muy
lejos de nosotros: los sacerdotes arrastran a las
mujeres, las mujeres arrastran a los hombres, y
los hombres se dejan arrastrar, convertidos en
el rebaño de Panurgo. Algunos aparentan rebelarse
y chillan al aire libre; pero los más se resignan y
callan a la sombra del baldaquino. Poseen doble
naturaleza: en la calle, lobos que devoran a clérigos
y frailes; en la casa, ovejas que lamen las manos
de monseñores y reverendos padres.

Y sin embargo, muchos corderos con momentánea
y callejera piel de lobo gastan ínfulas de ejercer
un apostolado: rivalizarían con Tolstoi. No
llamemos "apóstol de gentes" a quien nunca supo ni
quiso ejercer acción eficaz en el diminuto radio de
su familia, y desconfiemos del propagandista
que alegando una excesiva tolerancia, forma un hogar
con olor a misa cantada: es el rosal produciendo
bellotas, el águila empollando avestruces. Para
sanear las poblaciones, se comienza por desinfectar
los domicilios, pues no cabe higiene pública sin
higiene privada; cuando se desea secularizar un
pueblo, se debe hacerlo con las familias, pues
no se concibe un todo libre constituido por fracciones
esclavas. Más que al Estado, cumple a los individuos
la secularización de la vida. Desterrando del hogar
al sacerdote, se le arroja de la escuela; quitándole la
madre, se le arrebata el niño, se le cierra el porvenir.

No se trata de promulgar como ley de la familia el
"creer o morir" de inquisidores y musulmanes. Los
que rechazan la tiranía de un Ser Supremo y niegan
la infalibilidad de un pontífice, desconocen también
la autocracia de un esposo. En el matrimonio
verdaderamente humano, no hay un jefe absoluto,
sino dos socios con iguales derechos, no hay un
déspota sino el hermano mayor de sus hijos. La
acción brutal del grosero apóstol en las almas
sensibles de mujeres y niños debe compararse con
la dentellada del jumento en un ramo de flores o con
el trompazo del elefante en los anaqueles de una
cristalería.

Se trata de emanar una atmósfera de bondad
y justicia, no recurriendo a la intimación
despótica sino a las insinuaciones fraternales,
no invocando la autoridad sino aduciendo la prueba.
Los errores no se parecen a hierbas superficiales
que violentamente erradicamos con la punta de
un arado, ni las verdades se igualan con clavos de
acero que de un solo martillazo introducimos en el
corazón de un leño apolillado: el error huye paso a
paso, la verdad se infiltra gota a gota. El hombre
cuerdo no impone, que la imposición hiere el
orgullo y suscita la resistencia; manifiesta con hechos
que entre un espíritu libre y un devoto las diferencias
no abonan al rezador. Tanto vale creer sin pruebas
como negar sin razones. Hay una cosa soberanamente
ridícula y vana, dogmatizar; hay un personaje
verdaderamente risible y odioso, el inquisidor a
la inversa, el sacristán del librepensamiento.

Como nos reímos del intransigente por ignorancia,
moda o capricho, burlémonos del tolerante por
desidia o conveniencia. Muchas veces llamamos
tolerancia a la fofedad en las convicciones, a la
maleabilidad de carácter, a la contemporización
humillante con los errores, a la cobardía para
delatar las iniquidades. La intolerancia no consiste
en oponer tribunas a tribunas, libros a libros o
rechazos enérgicos a embestidas brutales, sino en
amordazar las bocas, romper las plumas y encarcelar
o suprimir al adversario. No hay tolerancia en
consentir la deformación de los cerebros infantiles
por medio de una educación anticientífica: hay
egoísmo criminal. No aceptamos los tradicionales
derechos del "pater familias". Como protestamos de
considerar a la esposa una sierva o propiedad del
marido, neguemos también que un hijo pertenezca
absolutamente al padre. El alma del niño no es
del padre, de la madre, ni del sacerdote, es de la
verdad, de ese algo tan fecundo que no se encierra
ni puede encerrarse en el estéril credo de ninguna
religión. Más aún, señores: el niño no se pertenece
ni a sí mismo: se debe a la Humanidad, se halla
en la obligación de allanar el camino a las
generaciones futuras. No hemos venido a la Tierra
para beber el agua, comer el pasto y legar la única
herencia de un esqueleto.

A la tolerancia mal comprendida agreguemos el
pesimismo desconsolador. Nada tan "dulce" como
esa "amarga" filosofía que nos induce a
cruzarnos de brazos y permanecer
indiferentes en las luchas humanas, repitiéndonos
a nosotros mismos que de nada serviría la
intervención en apoyo del bien, desde que el mal
triunfa necesaria y eternamente. Más )qué
penetramos nosotros de la vida y del Cosmos
para deducir la inutilidad de la acción? Nada
se pierde en el Universo, todo produce algo en
alguna parte. El desplazamiento de una
imperceptible arenilla ocasiona tal vez la
desviación de un río caudaloso. La agitación de
un infusorio en tina gota de agua influye quizá
en las tempestades del Océano. El aleteo de una
mariposa en el nectario de una flor llega quién
sabe a repercutir en el disco de la estrella más
lejana. Puede que algunas de las verdades
enunciadas en este lugar, vayan a sacudir el sueño
de algún espíritu aletargado en el seno de las
supersticiones. Reconózcase la degradación de un
pueblo y el estancamiento de una época; no se
niegue el avance del ser colectivo hacia un
reinado de verdad y justicia. La Humanidad es una
inmensa caravana, mejor dicho, un ejército con
sus perezosos y sus cobardes. Mientras unos
duermen o desertan, los otros marchan y combaten.
El nivel de la especie humana sube muy lentamente,
pero sube. Y la ascensión se verifica, no
porque la muchedumbre inicie el movimiento,
sino porque unos individuos de buena voluntad
surgen de cuando en cuando para condenar el
egoísmo inhumano y sostener que, sobre las
conveniencias materiales, deben colocarse
los sentimientos magnánimos encarrilados
por las ideas levantadas, lo que gráficamente
hablando quiere decir: más arriba del vientre se
halla el corazón y más arriba del corazón está la
cabeza.

Auguremos, pues, el buen éxito de una
propaganda enérgica y razonable, iniciada en el
recinto de la familia para irradiar en todos los
ámbitos de la República. Algún día, tal vez no muy
lejano, los enemigos domésticos se transformarán
en los mejores aliados. Cuando las mujeres vean
la conformidad de acciones y palabras, cuando
palpen que las almas libres alcanzan donde no
pueden llegar las conciencias maniatadas, cuando
constaten que una moral sin obligación ni sanción
ennoblece más que la añeja teoría de premios y
castigos, entonces abandonarán al sacerdote por
el sabio, la iglesia por el hogar, el Dogma por la
Razón: todos los errores pueriles, todas las
supersticiones femeninas, irán a desaparecer
en la convicción inalterable del hombre, como
los ríos cenagosos corren a purificarse en el agua
incorruptible del mar.

Pero que ellas mismas, principalmente las casadas,
cesen de limitarse al humilde papel de
catecúmenas, esperanzadas en la acción redentora
de sus maridos; los tiranos y los brutos
domésticos abundan más de lo que nosotros
imaginamos. La felicidad no se aguarda del cielo
ni se mendiga de otros; se persigue por sí mismo,
se conquista con sus propios esfuerzos.
Violando leyes canónicas y civiles, arrostrando
preocupaciones burguesas, constituyendo un hogar
libre cuando el hogar católico encierra oprobio,
desesperación y muerte, la mujer realiza tres obras
igualmente laudables: busca la felicidad donde
piensa encontrarla, enseña el camino a las víctimas
de ánimo débil y ofrece un alto ejemplo de
moralidad. Sí, señores, de moralidad, aunque
protesten los rezagados y los hipócritas. Me dirijo
a personas emancipadas, y no temo llamar las
cosas por sus verdaderos nombres: meretrices
son las esposas que sin amor se entregan al
marido, espúreos son los hijos engendrados entre
una pendencia y un ronquido; honradas son
las adúlteras que públicamente abandonan al
esposo aborrecible y constituyen nueva familia
santificada por el amor, legítimos y nobles son los
espúreos concebidos en el arrebato de la pasión
o en la serena ternura de un cariño generoso.
Los ultrajes de "bastardo y adulterin"o nada
significan para gentes que piensan y no estiman la
honradez de un hogar por los asperges de
agua bendita. A juicio de todo un Shakespeare,
el bastardo nacido en la clandestina voluptuosidad
de la Naturaleza, posee mejor sustancia y mayores
energías viriles que el enjambre de currutacos o
lechuguinos engendrados entre un sueño y una
vigilia, en una cama triste, monótona y puerca,
Donde laica y libremente se unen dos organismos
sanos y jóvenes, refunfuña el gazmoño, pero sonríe
la Tierra. El matrimonio de una moza con un viejo,
de una persona lozana y robusta con otra enferma
y enclenque, de la impotencia y la muerte con la
fecundidad y la vida, he aquí los delitos
imperdonables y vergonzosos, porque significan
desperdicio de fuerzas creadoras, fraude en el amor,
robo a la Naturaleza.

Según Tocqueville, "quien ha formado la
América del Norte es la mujer norteamericana".
Ella formaría no sólo cien Américas, sino crearía
mil universos. Cada esposa fecunda lleva en sus
entrañas el germen de futuras humanidades,
llamadas a expandirse en la individualidad
consciente o condenadas a vegetar en el
gregarismo religioso. En el niño posee la
madre un bloque de mármol donde
bosquejar una estatua griega. Desgraciadamente,
merced a la intervención de monjas y padres, el
bloque se transforma en una parodia de la figura
humana. Nosotros conocemos la sicología de
seres amamantados en la servidumbre y el
fanatismo, apenas si concebimos la mentalidad
de niños educados según la libertad y la ciencia.
Los que nacimos bajo una capa de absurdos y
supersticiones, los que hoy mismo nos asfixiamos
en una atmósfera de antiguallas y prejuicios, los
que desearíamos empujar a las muchedumbres
para hacerlas recorrer en un solo día el camino de
muchos siglos, no miraremos la florescencia de
una raza sin morales vetustas ni religiones
prehistóricas. Voltaire, viejo y moribundo,
exclamaba:"¡Felices los jóvenes porque verán
cosas muy grandes!" Imitando al infatigable
luchador del siglo XVIII, digamos nosotros sus
discípulos: (felices los que vengan mañana
porque vivirán, no en la "Jerusalén divina", sino en
la ciudad laica, sin templos ni sacerdotes, sin
más divinidades que el Amor, la justicia y la Verdad!

Concluyo, señores, diciendo algo que desearía
grabar en el cerebro de todas las mujeres y
también de muchos maridos: los pedagogos
elaboran pedantes, los sacerdotes fabrican
hipócritas, sólo las verdaderas madres crean
hombres

Manuel González Prada (Lima 1844 - Lima 1918).